RARÁMURI

En 1996 antropólogo Nicolás Olivos me invitó a uno de sus viajes a la sierra Tarahumara; él trabajaba en una investigación sobre la cultura rarámuri, mejor conocidos como tarahumaras que significa “Pies ligeros” porque se dice que vuelan cuando caminan.

 Como fotógrafo, la invitación me pareció una oportunidad  interesante para conocer la sierra Tarahumara y tratar de acercarme a una cultura enigmática.

 Al llegar al lugar por primera vez, sentí una especie de amor a primera vista con el paisaje, con la cultura y, sobre todo, con su gente. A pesar de la complicada geografía, el clima extremo y las dificultades que esto representa para llegar a ellos, apenas tuve contacto con los rarámuri y conviví con ellos, supe que regresaría cuantas veces me fuera posible.

 En un principio fue difícil establecer un acercamiento con la gente; imposible plantearse tomar fotografías. Ellos son renuentes a establecer contacto con extraños, pero a medida que el tiempo transcurría, comenzamos a tejer una relación más estrecha, lo que abría mí el acceso a un mundo que me fascinó y, aún hoy, no deja de sorprenderme.

 Mucho habría que escribir sobre ellos y su cultura, sin embargo, mi lenguaje es la imagen y a través de ella aspiro a transmitir la experiencia acumulada en muchos viajes a la Sierra Tarahumara durante doce años. Estas líneas sólo son unas palabras generales sobre algunas de mis reflexiones sobre su cultura (a partir de la inevitable  referencia de la nuestra) y la experiencia de haber convivido con ellos estrechamente.

 A los habitantes de las grandes ciudades, inmersas en esta vorágine que algunos llaman modernidad, nos haría muy bien volver la mirada a una cultura como la rarámuri; una de las constantes motivaciones de mi trabajo y la razón por lo que ha durado tanto tiempo, es el profundo reconocimiento que siento hacia sus valores sociales, que son parte fundamental de su organización, siempre ligada, por supuesto,  de manera muy cercana a la supervivencia.

 En una geografía tan hostil para el desarrollo, los rarámuri deben vivir en permanente lectura de la naturaleza, los signos de la naturaleza les hablan y, escuchándolos, toman las decisiones cotidianas. Miran las nubes, sienten los vientos y saben si ese día lloverá o no; signos del cielo y del suelo les indican si el camino elegido es apto o deben optar por una ruta alternativa; el clima les indica si sus animales comerán, si se dará la cosecha, etcétera.

Otra característica admirable es su desapego por los bienes materiales: lejos de tener una percepción de carencia por todos aquellos objetos de los que nosotros cada vez dependemos más, en ellos existe cierto desdén hacia la acumulación de bienes materiales. Los dejan ir con la misma naturalidad como los reciben.

 El kórima es otro de los valores en los que se cimenta su organización social, nosotros lo entenderíamos como “solidaridad” aunque en el caso de ellos contiene matices distintos. En primer lugar, no se confunde con incondicionalidad: brindo apoyo a la gente de la comunidad a partir de la conciencia de que yo, en cualquier momento, lo necesitaré.  Tal vez se podría pensar en la frase “hoy por ti, mañana por mí”. Y, como el camino forma parte fundamental en su vida, el kórima tiene mucho que ver tanto con el caminante, como con la idea de futuro. Detenerse a tomar alimentos, a beber agua, a tomar café, brindar cobijo al viajero o recibir y transmitir mensajes, son costumbres cotidianas que, aunque se ejercen sin necesidad de conocer al otro, sí involucran un gran sentido de reciprocidad. El mismo sentido tienen las faenas, labores a los que todos los amigos y gente cercana acude sin ninguna retribución económica: hoy me integro para ayudar a cambiar el techo de mi vecino y mañana él acudirá a desyerbar mi milpa.

 Volviendo a mi experiencia, mis viajes continúan, y de un año a otro la distancia entre nosotros se acorta. Ya no soy el viajero que instalaba su tienda de campaña afuera de una casa, desde hace algún tiempo las familias más cercanas no me permiten pasar la noche a la intemperie, al esconderse el sol, siempre se abre una puerta para cenar y pasar la noche bajo techo.

Soy fotógrafo y como un principio de honestidad, desde el primer viaje, me presento todo el tiempo con mi cámara colgando del hombro, tomo fotos sólo si siento la confianza de hacerlo y siento que cuento con el beneplácito de la gente.

Una de las maneras que he encontrado de retribuir la aportación que ellos han hecho a mi trabajo y a mi vida en general, es mediante lo que yo hago, fotografías: les llevo fotografías de viajes anteriores, imágenes de ellos y de los suyos como un recuerdo de familia.

Ser un visitante y tener una cámara, establecía mucha distancia entre nosotros; hoy soy Ernesto o Neto y al llegar, cuando aún no termino de instalar la tienda, mi nombre ya suena con el eco propio de las montañas, es algún amigo dándome la bienvenida, al que yo, por la distancia, no puedo identificar, pero le devuelvo el saludo con la mano y el brazo extendido.

A través del tiempo de convivencia, pasé de preguntar a ser interrogado, no soy sólo el que se acerca a su cotidianidad, soy también un viajero que despierta en ellos curiosidad, una curiosidad igualmente legítima que la que un día me llevó a su tierra.

 Con los amigos más cercanos sostenemos largas conversaciones, respondo y en ellos se reconstruye el mundo de donde vengo. Puedo estar en un verdadero aprieto al intentar explicar lo que es el drenaje, el metro o el internet, en estas conversaciones la línea que separa nuestras culturas parece desdibujarse.

 Para mí el acercamiento a los rarámuri es un acercamiento a una sociedad en donde envidiablemente todavía se conserva la conciencia del otro, es decir, se considera la tolerancia, el respeto al otro y la reciprocidad no únicamente como reglas a cumplir, sino como manera de llevar la vida cotidiana.

Sin embargo, a pesar de los años dedicados a este trabajo y la cercanía con la cultura rarámuri, que se consolidaba con cada viaje, en el proceso había una asignatura pendiente. Marco Antonio Cruz, mi tutor del Fonca, me transmitió un concepto del maestro Nacho López, quien sostenía la idea de que para abarcar una cultura en imágenes debía estar incluida “la muerte”, cuestión nada fácil de abordar, dado la intimidad que implica en cualquier cultura y, por esto, la delicadeza con la que debe ser tratada. Paralelamente, mi amigo Gabriel Figueroa Flores había advertido en mis fotografías lo que él llamó “demasiado respeto”, mismo que, si la comunidad ya te aceptó –decía Gabriel– podría ser interpretado como una especie de distancia.

En el viaje más reciente ocurrió algo en donde las palabras de ambos confluyeron y el proceso cobró un nivel mayor de cercanía: Goyo, un miembro de la comunidad y amigo mío, murió; asistí al entierro a despedir a Goyo. A los pocos minutos, uno de los músicos, que tocaba el violín, detuvo la melodía y se acercó a mí para pedirme que tomara fotos.

–No vengo a tomar fotos, vine a despedir a mi amigo –respondí.

–No, usted ya sabe cómo es aquí, tome fotos –insistió contundente.

Agarré la la cámara y  tomé unas cuantas fotos, no demasiadas, luego participé en la procesión y en el entierro. Allí comprendí, por primera vez en mi vida, el sentido de un velorio. El sagrado sentido de despedir a un ser querido. Los tarahumaras dicen que los mestizos lloramos mucho y eso le dificulta el camino al cielo a el alma de la persona muerta. No hay que llorar mucho, para que el alma llegue rápido al cielo.

Con esto se cerraba una etapa más de mi trabajo, pero no me gustaría hablar de conclusión, espero volver muchas veces más a la sierra Tarahumara, como fotógrafo y como amigo de la comunidad rarámuri, a quienes siempre agradeceré, desde el fondo de mi corazón, su hospitalidad y su amistad.

Ernesto Lehn